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"Yo no soy mi cerebro" Filosofía de la mente para el siglo XXI - Markus Gabriel

Cada cierto tiempo aparece en el debate intelectual algún pensador que, más o menos al margen de la academia, alcanza notoriedad internacional debido a las reflexiones y controversias que producen sus ideas. Algunos ejemplos recientes podemos encontrarlos en autores tan disímiles –tanto en su estilo como en sus planteamientos– como Slavoj Zizek o Byung-Chul Han. Sin ir más lejos, sus precoces intervenciones a propósito de la pandemia por coronavirus generaron una serie de reacciones, siendo consideradas por muchos más como un acto de incontinencia verbal en busca de visibilidad mediática que como un intento por pensar con seriedad y mesura acerca de las causas y consecuencias de la peste.


Durante los últimos años, Markus Gabriel (Renania-Palatinado, 1980), un joven filósofo alemán, ha venido difundiendo sus trabajos con provocadores títulos como Por qué el mundo no existe, El sentido del pensamiento y Neoexistencialismo, todos (incluido el volumen que comentamos) publicados en castellano por la editorial barcelonesa Pasado y Presente. Completan su obra traducida a nuestro idioma el texto –bastante más técnico que los anteriores– Sentido y existencia. Una ontología realista (Herder, 2017) y el breve ensayo El poder del arte (2019) publicado en Santiago por Ediciones Roneo. El año 2018 visitó nuestro país invitado por Congreso Futuro para dar una charla sobre la estructura material de la consciencia (que puede ser vista en https://www.youtube.com/watch?v=RMq6m1T9j1o).

En libro que comentamos, Yo no soy mi cerebro. Filosofía de la mente para el siglo xxi, Gabriel intenta refutar la premisa fundamental que subyace a la hipótesis de la identidad psiconeural la cual sostiene que mente y materia (en este caso representada por el cerebro) son idénticas o, dicho de otra manera, que los procesos mentales son procesos fisiológicos secundarios, en último término, a patrones de activación neuronal. Desde el comienzo el autor revela su postura antinaturalista, la cual supone que no todo lo que existe en el mundo es material o científicamente examinable. Para eso, recurre al estudio de la consciencia y las controversias respecto a qué entendemos por fenómenos conscientes o términos tan elusivos como yo, mente, sujeto o identidad. La tesis que defiende Gabriel es que el yo (o aquello que llamamos yo) no puede ser identificado sencillamente con el cerebro y se basa en sólidos fundamentos filosóficos –que van desde Descartes hasta Heidegger, pasando por autores más afines a la psicología como Freud, Foucault y Lacan–.


En un momento en que el Congreso Nacional está apunto de discutir un proyecto de ley sobre neuroderechos que busca proteger el cerebro de las personas y en que se discute internacionalmente la validez de los diagnósticos psiquiátricos bajo la premisa de que las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro (tal como plantea el programa del Research Domain Criteria, RDoC), vale la pena detenerse a reflexionar acerca del sentido y los supuestos que subyacen a estos planteamientos. De acuerdo con Gabriel, lo primero que debemos aceptar es que los procesos mentales corresponden a un campo fenoménico completamente distinto al de los procesos cerebrales y, por lo tanto, el modo de acceder a ellos, por decirlo de alguna manera, es, también diverso. Lo anterior no implica asumir desde el inicio un dualismo radical, pero tampoco un materialismo eliminativo que considere a los procesos mentales como meros epifenómenos del funcionamiento bioquímico del conjunto de redes neurales. Desde luego, para cualquiera resulta evidente que yo no soy mi cerebro, así como tampoco soy mi corazón ni mis pulmones. Lo que soy (aquello que sirve de fundamento para toda experiencia posterior), es lo que Heidegger llamaba cada-vez-mío (Jemeinigkeit), esto es: el ente que soy cada vez yo mismo. Por eso el Dasein no puede equipararse simplemente con los conceptos de «ser humano», o «persona», que resultan indiferentes a los modos concretos de existencia; por el contrario, en cuanto es en cada caso mío, su referencia es siempre hacia alguien concreto: cada cual (sea «yo», «tú», «él», «ella» o «nosotros») se preocupa de algún modo por su ser, aunque sea bajo la forma de la despreocupación. Así pues, sostiene Heidegger, la pregunta por el quién del Dasein encontrará su respuesta en aquello que permanece idéntico a través de los cambios y que subyace (como subiectum) siendo el mismo en medio de la multiplicidad de las diferencias. En otras palabras, el ente que somos, lo somos en cada caso nosotros mismos y aquello que está en el fondo de todas las vivencias, el sujeto, tiene siempre el carácter de la mismidad.

Si, tal como planteaba Brentano, los fenómenos mentales se caracterizan por su intencionalidad (no hay consciencia sino consciencia-de-algo) es posible sostener que no existe una primacía ontológica en el así llamado “problema mente-cuerpo”. Me refiero a que no es el cerebro lo que, causalmente hablando, produce la mente (de hecho, está suficientemente demostrado que la mente también determina el funcionamiento cerebral) sino que ambos están co-determinados en una íntima relación. Más aún, si la consciencia es siempre consciencia de algo, entonces no es posible pensarlos como dos entidades discontinuas. Consciencia y mundo –sostiene Sartre en el que es quizá su más breve y profundo ensayo– se dan simultáneamente. No existe un adentro ni un afuera, ni un antes ni un después. Estamos siempre afuera, lanzados, expulsados por la consciencia.

Evidentemente esto plantea dilemas y supone consecuencias que no son solo teóricas sino que también éticas e incluso políticas. Por lo tanto, volviendo a las premisas mencionadas más arriba, no es al cerebro al que debemos proteger (ya está lo suficientemente protegido por los huesos del cráneo) ni al que debemos tratar cuando indicamos un fármaco o practicamos la psicoterapia; por el contrario, a quienes tratamos serán siempre sujetos, simplemente personas.


Alberto Botto

Psiquiatra Apsan



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