Homo exul, y la necesidad de redifinir la identidad humana.
- Asociación Psicoanalítica Santiago
- 28 sept
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 7 oct

El jueves 21 de agosto realizamos un conversatorio en línea y presencial en la sede de la Asociación, para conocer el libro Homo Exul de James Hamilton. La actividad comenzó con una aguda introducción al texto a cargo de José Bahamondes, analista en formación en APSAN, y luego fue moderada por León Cohen. Para quienes no pudieron participar transcribimos algunos fragmentos de la conversación con James, que permiten apreciar la generosidad de su testimonio, las ideas planteadas en el libro respecto al desarrollo de la violencia en los hombres y de la interesante reflexión que generó en quienes estuvimos presentes.
Gracias por la invitación. Para mí, estar aquí es realmente un privilegio, ya que además es una instancia profundamente reparadora. Soy médico cirujano y, con el tiempo, ya no me considero ni víctima ni sobreviviente; más bien, me reconozco como un ser humano más en este planeta. Después de un recorrido de vida y de mi experiencia como médico atendiendo pacientes, siento que no soy distinto a ninguno de los que están conectados por Zoom o presentes aquí. En cierto modo, todos somos sobrevivientes de traumas de diverso tipo e intensidad. Hablar de esto es, finalmente, hablar como parte de una tribu.
El psicoanálisis y la pregunta
Ahora bien, ¿qué tiene de particular estar aquí? ¿Cuál puede ser mi aporte? Como me ha dicho muchas veces mi propia psicoanalista —a quien considero también mi madre sustituta—, mi motor ha sido la curiosidad, la inquietud, un juego permanente de descubrimiento. Y en ese camino, la pregunta es el mecanismo fundamental. Preguntarse es lo más duro y difícil, pero también lo más fecundo. En el proceso psicoanalítico uno aprende, justamente, a hacerse la pregunta adecuada: la única que puede desvelar el problema de fondo.
Normalmente disfrazamos o maquillamos nuestros conflictos, evitando las verdaderas preguntas por miedo o vergüenza.
La soledad y trauma
Una de las ideas centrales de Homo Exul es que los seres humanos nos sentimos solos. Y esa soledad no corresponde a nuestra condición esencial: el ser humano no está hecho para vivir aislado. La soledad es un grito que nos devuelve a nuestra biología, a nuestra necesidad más primigenia de pertenencia.
De esa soledad surgen sentimientos que marcan profundamente la experiencia humana: el miedo, la culpa y la sensación de no pertenecer. Creo que en ellos se concentran los ejes de un trauma que no es solo personal, sino transgeneracional, histórico, y en cierto sentido, también ecológico.
Biología, evolución y tribu
Puede parecer un planteamiento teórico, pero está basado en mecanismos biológicos. Hoy vivimos una fragmentación del conocimiento y de la experiencia tan radical que, cuando se habla de biología, suele asociarse inmediatamente con reduccionismo o materialismo. Yo no lo veo así: lo biológico es también lo cuántico, lo invisible, lo que conecta a distancia, lo intangible pero perceptible.
Al comparar nuestra especie con otras, descubrimos que muy pocas tienen la característica de la biparentalidad. Una de ellas es la de los lobos, que se organizan como tribu y cuidan a sus crías colectivamente. No ocurre lo mismo entre los primates: los gorilas, por ejemplo, pueden llegar a ser parricidas, mientras que los bonobos —mucho más cercanos a nosotros en comportamiento— muestran actitudes distintas, más cooperativas.
Cuando ciertos grupos de homínidos se vieron obligados a abandonar las selvas tropicales y caminar en otros entornos, se volvieron más vulnerables. Las crías humanas requerían largos años de cuidado, y el intervalo entre nacimientos estaba regulado por la lactancia, que inhibe la ovulación. La sobrevivencia dependía de la protección frente a depredadores —tigres dientes de sable, hienas gigantes— y de estrategias como aprovechar restos de animales cazados por otras fieras, quedándonos muchas veces solo con huesos largos, como los fémures.
Aquí surge la figura mítica de Quirón, el centauro herido en el fémur con veneno incurable, que lo condenó a un dolor permanente. De su herida nació la sabiduría: Quirón fue maestro de Esculapio y de muchos médicos de la antigüedad, origen incluso de términos como “quirúrgico” o “quirófano”.
Testosterona, oxitocina y sociabilidad
En este recorrido evolutivo, el hombre se diferenció de la mujer por un receptor de andrógeno en el cromosoma Y. Esa pequeña diferencia permitió que la testosterona —hormona presente en ambos sexos— actuara solo en los varones, generando masculinización y, con ella, la agresividad y la violencia propias de la competencia entre machos. Para sobrevivir, ese impulso tuvo que ser regulado, porque impedía cuidar a las crías y proteger a las mujeres, nuestro principal capital reproductivo.
El punto de inflexión estuvo en el descubrimiento del fuego y en el cambio de alimentación. Pasamos de consumir principalmente azúcar de frutas a incorporar insectos, reptiles, pescados y mariscos. Eso permitió el crecimiento del cerebro humano desde los 100 gramos iniciales hasta los 1.200 o 1.300 gramos actuales. No somos más inteligentes: lo que tenemos es una red de interconexiones que nos permite construir sobre el conocimiento acumulado, pararnos sobre “hombros de gigantes”.
El contrapeso de la testosterona fue la oxitocina, hormona clave en la socialización. En los varones, durante la infancia, la oxitocina desarrolla los centros de empatía, tanto la natural —más espontánea en las mujeres— como la intelectual o lógica, más propia del aprendizaje masculino. Esa educación se daba en la vida de tribu, la forma social para la cual estamos biológicamente configurados. Por eso buscamos pertenencia en barras de fútbol, sectas o comunidades: genéticamente, necesitamos la tribu para no sentirnos solos.
En Homo Exul intento mostrar estos fenómenos desde una mirada lo más racional posible. No porque niegue otras perspectivas, sino porque muchas veces, a mi juicio, se sobredimensionan. Lo esencial es volver a preguntas verdaderas, aquellas que nos permitan reconocernos en nuestra vulnerabilidad compartida y en la necesidad de la tribu.
Preguntas del auditorio
Me parece que este libro admite múltiples lecturas, pero a lo largo de todo su desarrollo deja la sensación de que existe una esperanza, de que hay un camino posible de recuperación. Podría decirse que el “regreso al paraíso perdido” no es un camino cerrado, sino uno que podemos volver a construir. ¿Qué hace posible sostener esta esperanza? ¿En qué puede uno anclarla para volver a recorrer este camino?
El libro es pura esperanza. No sé cómo expresarlo del todo, pero sí puedo sentirlo: es pura esperanza.
Ahora bien, si intento racionalizar ese sentimiento —que a veces es más potente que cualquier razonamiento— encuentro un elemento clave que tiene que ver con mi formación médica. Y es lo siguiente: uno no puede intentar resolver algo que no sabe que existe. No se puede abordar un problema que nunca se ha reconocido como tal, ni tampoco enfrentarlo cuando, en medio de múltiples factores, no se logra comprender lo que ocurre.
Por eso este libro intenta justamente dar un diagnóstico: ponerle nombre a lo que vivimos. Ese es siempre el primer paso para iniciar un camino de cambio. Y ese proceso, más que revolucionario, debe ser evolutivo, lleno de reflexión y de un volver a lo esencial.
A modo de historia, todo comenzó cuando Freud fue invitado a aprender hipnosis con Charcot. En ese entonces, los pacientes —que podríamos considerar como traumatizados o dañados— eran, en su mayoría, mujeres. La locura estaba identificada con lo femenino. Hoy se piensa que, en el fondo, todo aquello que los hombres no comprendíamos de las mujeres era catalogado como locura, más allá de que presentaran síntomas específicos. De algún modo, era un espectáculo: los pacientes padecían lo que padecían y los hombres comentaban sobre ello.
En esa tradición se escribieron artículos y, hasta el día de hoy, cuando alguien quiere hablar de un paciente bajo anonimato, suele modificar la historia para protegerlo. Sin embargo, lo que permanece es que el paciente no habla; lo que tenemos es la percepción de la comunidad científica, que discute y debate acerca de esos pacientes: si esto les ocurrió, si tal trauma funcionó de determinada manera, etc.
Lo que encuentro interesante en esta reunión es que parece como si alguien viniera en representación de los pacientes a contarnos cuál es su opinión sobre lo que le ha pasado, y no solo respecto de su vida personal, sino también en relación con la de sus compañeros. Al reflexionar sobre el sentido de la violencia humana desde esa posición, se produce un cambio en la asimetría que ha dominado durante tantos años. Me parece que allí hay un gran valor.
Coincido plenamente con lo que dices. Al iniciar una terapia uno no solo se siente como “ratoncito de laboratorio”; lo que marca la diferencia es la relación entre paciente y terapeuta, la calidez, la transferencia, la contratransferencia. Y aquí aparece algo esencial: si el terapeuta no reconoce que también carga con sus propios traumas, difícilmente podrá acompañar de verdad. Alice Miller hablaba de esto en El drama del niño dotado: muchos nos dedicamos a sanar a otros como una forma de intentar sanarnos a nosotros mismos, de obtener amor y reconocimiento a través del cuidado de los más vulnerables.
Con el tiempo uno descubre que está dañado, pero que la vida consiste justamente en reconstruirse. Todos heredamos fragmentos de destrucción de generaciones pasadas, y la tarea es aprender a recomponer esos pedazos. Me gusta pensar en la técnica japonesa donde las vasijas rotas se reparan con oro: la grieta no se oculta, se transforma en belleza. Los terapeutas, en el fondo, hacemos algo parecido: compartimos con otros la mezcla de oro que a nosotros nos ayudó a recomponer nuestras propias fracturas.
La terapia funciona porque no es solo análisis ni intelectualización; es sobre todo conexión y empatía. Yo mismo he podido avanzar gracias a la relación con mi terapeuta durante más de veinte años. La he percibido como una especie de chamán andino: alguien que fue alcanzado por el rayo, que descendió al infierno y regresó, y que por eso puede acompañar a otros sin miedo, porque conoce tanto la caída como el camino de vuelta.
También sentí la necesidad de ser veraz. Aun cuando eso me costó una crisis familiar enorme, no podía seguir silenciando mi historia. Era necesario mostrar que los traumas dejan a las personas vulnerables y que, en esa vulnerabilidad, los depredadores encuentran un terreno fácil. Esa verdad, aunque dolorosa, debía ser contada, porque solo al descorrer esos velos podemos empezar a entendernos y, en última instancia, a sanar.
Me llamó la atención cuando mencionaste que, en otros momentos, te habías presentado como sobreviviente o víctima, y que ahora te percibes como un ser humano que ha vivido experiencias como cualquier otro. Me pregunto cómo ha sido ese camino para ti, porque para cualquier persona que trabaja en el área de salud mental, el reconocimiento y el hecho de ser testigo de alguien que ha sufrido un trauma es muy importante. Sin embargo, también puede tener un costo identificarse demasiado con la figura de víctima.
La mayoría de los abusadores han sido también abusados. En las personas abusadas, las tasas de suicidio, drogadicción, tabaquismo y muchas otras conductas de riesgo son significativamente más altas. Cuando uno recorre este camino, se encuentra con distintas opciones de sobrevivencia, pero casi todas vienen marcadas por la rabia.
Existe una alternativa muy dañina: la de quedar atrapado en la idea de que “el mundo me debe”. Desde ahí es casi imposible establecer relaciones sanas, encontrar una pareja adecuada o construir vínculos sólidos. Es como llevar un hoyo en el corazón, un vacío que nada logra llenar. Todo lo que la familia o los seres queridos entreguen nunca es suficiente, porque se siente como un derecho pendiente: “me lo merezco, fui víctima, y me seguirán debiendo para siempre”. También están quienes transitan por distintas facetas de este dolor, y algunos que llegan a usar la posición de víctima como un modo de obtener reconocimiento o poder, convirtiéndose —de otra manera— en pequeños abusadores.
La mayoría, sin embargo, avanza lentamente en el camino de la recuperación, con mucho esfuerzo y con la ayuda de su entorno. Y aquí está lo paradojal: para sanar, primero es necesario reconocerse como víctima, porque ese es el primer diagnóstico. Pero en algún momento, dentro del proceso de reparación, es fundamental quitarse ese ropaje, dejar atrás esa identidad, para poder perdonar y comprender que lo ocurrido no era algo personal.
Hablas de tu psicoanalista como tu chamana, pero durante toda tu exposición me ha surgido una pregunta: ¿qué valor o qué lugar tuvo para ti la confianza? La confianza en… no sé, quizá en la chamana, en ti mismo, en el proceso. Pienso que está relacionado con este aspecto de ir sanando.
De algún modo aparece aquí la necesidad de grupo, de pertenencia; pero, al mismo tiempo, también los daños que puede generar pertenecer, el estar en una relación íntima: el daño que eso puede producir, pero también la acogida y la necesidad de vínculo que han estado presentes desde siempre.
Uno de los efectos más devastadores del trauma y del abuso es que se pierde la confianza en uno mismo. Esa experiencia destruye la estructura interna, la base de poder personal que permite confiar. Y cuando eso ocurre, los demás empiezan a percibirse como peligrosos, como personas con las que es difícil conectar, porque la empatía ya viene dañada.
Y yo no sé por qué me pasa, pero siento las cosas más al pensarlas que al vivirlas directamente en el corazón. Por ejemplo, no me pongo a llorar simplemente porque una película me dio pena; más bien, me conmueve cuando la pienso, cuando la reflexiono. Y creo que a muchos hombres les ocurre algo parecido, no porque no quieran sentir, sino porque no están bien conectados con sus emociones.
Partiendo de esa desconexión, la gran virtud del terapeuta está en generar un espacio de confianza. Y es importante decirlo: esa confianza no nace de inmediato en el paciente. Al contrario, al inicio lo único que uno hace es poner trabas, poner a prueba al terapeuta, casi como en una relación de pareja: “si aguantas todo lo que te haga y aun así sigues queriéndome, entonces es válido”. Puede sonar ilógico, pero a muchos nos pasa. Es la forma en que se expresa esa sensación de vacío, ese “hoyo sin fondo” que hace creer que siempre nos deben algo.
Por eso, en el proceso analítico, el primer gran desafío del terapeuta es sostener esas pruebas y atravesar las resistencias que el paciente coloca para poder llegar, poco a poco, a construir la confianza.
Pablo Muñoz, Psiquiatra Analista en Formación en APSAN