“Todas las cosas de la Naturaleza surgirían sin sudor y sin esfuerzo. Ni la traición, felonía, espada, pica, cuchillo, ni el arcabuz, o máquina alguna serían necesarias; pues la Naturaleza daría todo tipo de cosecha en abundancia para nutrir a mi inocente pueblo”.
(La Tempestad, William Shakespeare)
Restricción proviene del latín tardío restrictio, del verbo latino restringo, compuesto de re (“de nuevo”, “atrás”) y stringō (“atar apretadamente”, “podar, cortar”, “tocar apenas, rozar, herir levemente”). De esta misma fuente surgen palabras como estreñir, estricto y estrecho. La etimología de stringō nos lleva a la raíz proto-indoeuropea[1] *streyg, cuyo campo semántico corresponde a “golpear”, “cortar” y “rígido”. Derivan de la misma raíz las palabras inglesas stroke y stress.
Etimológicamente, en un análisis que nos remonta al campo semántico de las raíces que la componen desde hace unos 6.000 años[2], restringir apunta a algo que nos golpea de nuevo o que vuelve para cortarnos. La restricción, así, remite al registro del de la castración y del límite por múltiples vías.
Al mismo tiempo, la raíz proto-indoeuropea apela a un sentido algo perdido en castellano, pero presente aún en la raíz latina: el de tocarse, de estar en estrecho contacto, incluso, al punto de frotarse o rozarse. Restringir, entonces, pudiera concebirse como un concepto conectado desde sus orígenes con la regulación del vínculo, si consideramos los distintos sentidos de la raíz *streyg.
En un tercer nivel, restringir conlleva algo de angustia, producto de lo que perturba por su estrechez. Al definir este verbo transitivo, la RAE provee dos significados: 1) ceñir, circunscribir, reducir a menores límites; 2) apretar, constreñir, restriñir. La acotación del espacio resalta en estas definiciones, y cuando el espacio se afecta, la angustia se hace presente porque la libertad, encarnada en el movimiento y la mirada, no queda intacta.
Esto me hace recordar a un cognado[3] inglés nombrado más arriba: stress. El concepto de restricción se encarna como una contracción, algo que no deja pasar, una opresión casi cenestésica. Antes de todo análisis etimológico, la primera sensación que tuve al pensar en el concepto de restricción es de claustro, de ascetismo, y el recuerdo de toda privación que debo aceptar por alguna razón.
Propongo que en este triángulo configurado por la poda/el corte, en un vértice, el estar atados juntos hasta rozarnos, en otro, y la angustia de lo estrecho y estricto del límite, en el tercero, podamos situar ciertos sentidos subjetivos de la restricción.
La restricción como regulación
La restricción nos llega desde fuera, como golpe, como poda o corte, y como roce o contacto demasiado estrecho, que marca límite rígido, si retomamos el análisis etimológico. Nos reduce el espacio, nos acota el campo de movimiento.
La restricción vuelve, aunque se la evada, porque somos seres frágiles y nuestros propios cuerpos nos la imponen, como falla, como falta, como riesgo. Como especie, se nos hizo necesario crear, adicionalmente, una serie adicional de límites para contener la carencia de régimen de celo y la fragilidad de la catexia de objeto, la genitalidad y la empatía como sustentos suficientes para regular nuestra existencia colectiva. Necesitamos de los otros para sobrevivir, pero nos cuesta caro, pulsionalmente caro, el equilibrio necesario para soportarlo. En “El Porvenir de una Ilusión”, señala Freud, “es notable que, teniendo tan escasas posibilidades de existir aislados, los seres humanos sientan como gravosa opresión los sacrificios a que los insta la cultura a fin de permitir una convivencia” (p.6).
Durante la pandemia, las restricciones que hemos necesitado para poder sobrevivir a nuestra fragilidad individual, colectiva y como especie, nos han hecho más evidente la “gravosa opresión de la cultura”. En el “estado natural”, los peligros nos acechan y sorprenden, pero el espacio se abre infinito; incierto, sí, pero presente permanente, libre de anticipaciones. Ese estado se contrapone con el que tenemos que enfrentar en la post-modernidad que lo vuelve evanescente, líquido, donde la probabilidad y el riesgo son estructurantes de la decisión actual, donde el futuro y las opciones pueden tranzarse en mercados de valores. Seguimos siendo un animal viviendo en una escala temporal acotada, pero hemos creado un horizonte mayor que abruma con anticipaciones difíciles de comprender y tolerar emocionalmente para la inmensa mayoría. Hemos creado un Frankenstein de cálculos que nos devuelve restricciones, pero lo hemos confundido con el mago Próspero, porque somos aún Calibán en su isla. Y, en la fantasía, nos parece que el estado anterior, la “libertad inocente del salvaje”, nos quedaría mucho mejor que el peso del sabernos responsables y la opresión de la restricción.
Es cierto: el avance de la ciencia ha permitido reducir la cantidad de muertos y que muchos más pudieran quedar con secuelas. El costo ha sido tolerar una restricción adicional. Este hilo que nos ata muy juntos, que nos recuerda que nuestros destinos están unidos y que dependen de una empatía, de una preocupación por el otro (un concern) que no siempre se alcanza facilmente, hace que este golpe y este corte a nuestra libertad se haya sentido con toda la angustia de lo estrecho. Y es que la restricción, por indispensable que la entendamos, duele cuando toca personalmente y, entonces, resulta opresiva.
A la restricción, quizás, lo único que podemos oponer es la ilusión inocente de la libertad que tuvimos, amnesia mediante. Siempre estuvimos enlazados unos a otros, siempre fuimos podados, siempre nos marcó un corte. El golpe que vuelve y que no podemos evadir es que aún en este siglo estamos sujetos a límites reales y simbólicos que nos sostienen.
[1] El Proto-Indoeuropeo es la lengua reconstruida por método de la lingüística comparativa como ancestro hipotético de idiomas que van desde el atlántico europeo hasta la India, y que se habría desarrollado, de acuerdo a la visión más aceptada, en las estepas al norte del Mar Negro. Incluye las familias itálica (donde se encuentran las lenguas romances), celta, germánica, balto-eslávica, indo-irania, armenia, griega, albanesa, anatolia y tocaria, estas dos últimas, ya extintas. Hoy, sus descendientes, las distintas lenguas indoeuropeas, son habladas por alrededor del 45% de la población mundial. [2] Antigüedad estimada para el Proto-Indoeuropeo. [3] Cognado: En lingüística histórica, se denomina “cognados” o “cognados lexicales” a palabras con un mismo origen etimológico entre lenguas emparentadas o dentro de una misma lengua, pero que han sufrido distinta evolución fonética. A menudo, también su evolución semántica puede haber diferido en menor o mayor medida.
Alex Keith-Paz
Analista en formación Apsan
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