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Santo Oficio – Rosabetty Muñoz

En su último poemario, recientemente publicado por ediciones UDP, Rosabetty Muñoz (Ancud, 1960) le canta –le llora– a la materia, específicamente a ese vestigio en el que se va, con el paso del tiempo, irremediablemente, transformando el cuerpo humano. Como si se tratase de una bitácora de muerte, este libro se abre con unos versos con los que, la poeta, asume sin miramientos ese ininterrumpido proceso de deterioro que hace presentir la proximidad del acontecimiento decisivo: “No sabes cuándo empezó, pero/ ahora/ prestas atención a cada órgano. / Nombras uno a uno/ músculos, arterias. / Sabes que hay humedales que se secan/ líquidos estancados. / Una piel escamada anuncia/ la descomposición de todo, hasta la fe”. Si bien esta es la atmósfera emocional por la que se desarrollan los 46 poemas que le dan forma a este libro, es la nostalgia por la escena lujuriosa lo que, creo, define el principal contenido agónico de estos –similar a lo que sucede con “Venus en el pudridero” (1960) de Eduardo Anguita; el ojo masculino contemplando el mismo fenómeno–. Desde este vértice Rosabetty Muñoz describe, con agridulce resentimiento, la debacle de una silueta femenina, de una que se va, con el peso de los años, encorvando y doblando hacia el piso en el que –ahora no sólo lo sabe sino también lo siente– se hundirá. Es en este sentimiento donde se acopia el principal lamento que inspiran y expiran estos versos que, advirtiendo el desgaste de la carne, muestran a una mujer que, relegándose, mira desde fuera ese jardín en el que imperecederamente pareciera reverdecer la sensualidad juvenil: “Lejos, estalla el semen/ constelaciones acuáticas/ líquenes/ flores de loto”.


Es, también, por medio de esta misma vena emocional por la que la poeta hace deslizar una crítica a ese lazo erótico que rígidamente se trenzó entre el sistema capitalista (originariamente masculino) y el estilizado cuerpo femenino; el fetiche al que apunta buena parte de la libido en la que, subliminalmente –diría posiblemente Althusser–, se apuntaló la estrategia seductora de esta economía. En este otro jardín, optar por la gordura (“cultivar un cuerpo/ que no está en el mercado”), implica automáticamente dejar el deseo sin su fruta (“No hay un solo macho que desee estas formas”), vagando en medio de lo baldío (“deseo desbocado/ consumo/ avidez/ basura en los lindes”), hábitat que, en este caso, se asume con rabioso orgullo: “No contenta con dejar crecer la maleza/ se armó esta enorme empalizada”.

En este contexto de privaciones, la satisfacción del deseo parece tener que resignarse a abrazar esa deslucida performance con la que se arma la escena autoerótica: “Goces privados/ abismo que se amplía/ en lugar de colmarse”. Performance que, agregada la vejez, deviene en esa paupérrima contorsión cuya corriente erótica termina obligatoriamente desembocando en las lúgubres hendiduras que, en el cuerpo, va dejando la creciente morbilidad y degradación; “Tacto que se detiene/ en el cordón de la operación/ en una estría/ el accidente sitúa/ da ritmo a la monotonía de la piel. / Tajo entre las vértebras/ hundimiento leve/ y socavón. / El roce de la ropa interior/ ha dejado un verdugón bajo el seno...”. Si bien estas son las huellas que progresivamente va imprimiendo en la carne la lenta mordida de la muerte, esta no logra sofocar la sensualidad que resistentemente sigue corriendo por el tejido de ésta, independientemente de lo deshilachado que este se encuentre. Así como Freud hace poco más de un siglo nos reveló la existencia de la sexualidad infantil, Rosabetty Muñoz, desde la orilla opuesta del ciclo vital, poéticamente nos recuerda que el torrente erótico es uno que nunca se seca, puede que se empantane o se hunda como napa, pero nunca se agota: “Los ejemplares macho/ reverencian pasos gráciles/ (se suma otra pedrada) / y esa minúscula abertura/ en el fondo/ se cierra. / Allí donde se retorna/ al paisaje salvaje, / pelean las zarzas. / Te hacen trizas/ –sonidos de cubiertos–/ campanas delatoras/ y, sin embargo, / aun palpita/ esa lengua de fuego”.


Andrés Correa

Psicoanalista Apsan

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